El doble exilio

Soñé que te soñaba.

Y, a pesar de ese doble exilio injusto
que obliga al sueño a desconfiar del sueño,
nunca te vi más alta y más presente;
nunca en la vida fueron
tus ojos más profundos,
tu andar más firme, tu perfil más tierno.

Miré una luz sin pausa, un cielo inmóvil,
un puerto del silencio
frente a un mar de palabras, incesante.
En ese puerto, un pueblo de gaviotas,
una invasión de alas…
Cada ala llevaba una pregunta.
Y, con sólo callar, las contestabas.

Era un tiempo sin horas, una plaza
donde no encontraron nunca años ni siglos.
Un sitio del que no se descendía
por la escalera abstracta del minuto.
Una serenidad del aire sin aire
en la que respirar hubiera sido
engañarte otra vez, negar tu muerte.

Me contemplabas y me sonreías…
Era la vida, así, como la aurora
de un sueño en el ocaso de otro sueño.

Y ahora, al despertar, pienso de pronto
si te soñó mi alma
o fuiste tú, en el límite de nuestro doble exilio,
quien soñó que mi alma te soñaba.

Jaime Torres Bodet 

Barajando recuerdos

Barajando recuerdos
me encontré con el tuyo.
No dolía.
Lo saqué de su estuche,
sacudí sus raíces
en el viento,
lo puse a contraluz:
Era un cristal pulido
reflejando peces de colores,
una flor sin espinas
que no ardía.
Lo arrojé contra el muro
y sonó la sirena de mi alarma.
¿Quién apagó su lumbre?
¿Quién le quitó su filo
a mi recuerdo-lanza
que yo amaba?

Claribel Alegría

El eco de tu voz

Caminabas de un lado a otro de la habitación; por la ventana, detrás del escritorio, pasaban los rayos del sol de aquel martes, y ese sol te iluminaba la espalda.

Yo estaba sentada y tranquila, y no hacía otra cosa más que escucharte y mirar tu ir y venir, mientras tratabas de explicarme eso que para ti era tan importante que yo comprendiera.

El piso de madera, el librero lleno de libros, la ventana angosta y alta, las cortinas blancas, el sol que brillaba sobre tu espalda, la silla tan cómoda, tu camisa marino de manga larga, tu jean negro, el sonido de tus pasos sobre el parquet, tus zapatos negros, tu cabello, tus gestos, haces ademanes con las manos intentando explicarte, al final te detienes frente a mí, te inclinas y apoyas tus manos en la silla, me miras y escucho tu voz, tus palabras que me hacen eco: ‘está bien, te lo voy a decir, tengo que decirte algo’.

Entonces, miro el reloj
6:30 am.

68

Compré flores para mi padre, y de pronto sentí, que no hay cosa más triste que regalarle flores a un muerto.

A 68 días de su muerte no logro entender cómo es que pasaron las cosas, cómo es que la vida se escapa en un suspiro y cómo es que ese último suspiro del cual él me hablaba —de cuando su madre murió en sus brazos— pudo alcanzarlo a él. 

Sigo sin entender cómo la muerte puede llegar a ser tan hija de puta y tan indiferente al dolor, sin importarle cuánto duela, sin importarle dejarnos huérfanos de padres, de hijos, de hermanos, de amigos, de amores.